martes, 15 de enero de 2019

La Caja





De mi país e infancia evoco la miseria, sufrimiento el hambre o el castigo, no conocí mejores calificativos ni sentimientos en mis primeros tres años de vida, posteriormente continuó de la misma manera clausurado dentro de un sucio y destartalado orfanato repleto de criaturas que al igual que yo, vivíamos con la angustiosa esperanza de si aquel sería el bendecido día para salir de allí. 

Teníamos prohibido hacer enfadar a unas personas que proclamaban ser juiciosas admitiendo que nos cuidaban por nuestro bienaventurado futuro. 

Restricciones todas excepto obedecer órdenes de lo contrario, si conseguíamos alterar los nervios a sus señorías por algo, según nivel de ira producida nos recluian mínimo veinticuatro horas en un viejo cuarto sin vistas tan pequeño como una gran caja de cartón, dentro, una raída manta y una palangana para el uso de las necesidades fisiológicas. La caja en sí,  contenía los aromas del terror que otros antes que un infeliz como yo respiraron y que, una vez metido en aquel cuchitril, una oquedad por la que una luz mortecina filtrada de un angosto pasillo, anunciaba que aún seguía vivo. A través del trasluz, una vez al día me dejaban, juraría que con desprecio, un vaso de agua con sabor a fritura y un pedazo de pan, tan duro que una vez rompió un diente, otras veces mantenía la sensación de tragar algo fibroso con textura viscosa (ahora sé que eran las esporas surgidas del moho), ello producía horribles picores durante el tiempo que volvía a acostumbrarme a ellos, a pesar que cada vez eran más intensos y extraños y un estremecimiento de asfixia iba apoderándose de mí lentamente. 

No quería volver a la caja, ni tampoco quería hacer nada aparte de obedecer como un autómata. Mi cara se olvidó de ofrecer sonrisas y mis labios casi siempre estaban sellados. Comencé a verme natural, al igual que a mi extrema delgadez al no ser el único que presentaba los mismos síntomas de desahucio. Nada  importaba a excepción de dejar de respirar que por otro lado era lo mejor que me podía pasar.

El día que me lavaban el cuerpo en un cubo de metal con agua jabonosa y esponja que de suave no tenía nada restregando a fondo cuerpo y pelo, era el más alegre y a la vez más temido, aquel en concreto  fue indiferente. Contaba diez años de los cuales siete encerrado en donde un mal día mentalmente empecé a llamar casa de los desamparados.

Las familias con verdadero interés en adoptar ya fuera a niña o niño preferentemente, infantes, pasaron de largo durante mis años de calvario y diría que con pena o asco, no sabría discernir, ante aquel pequeño mocoso presentado con el nombre de Abed que sonreía "bobamente" con la esperanza de ser el elegido.  

Un día de presentación ante la posibilidad de ser adoptado, la serenidad manifestada en mi semblante era tan ingenua que me mostré ante los posibles padres sin albergar en la mente ninguna ilusión y sí conformidad. Tan solo pensé por un instante aquí estoy de nuevo, me da igual a quién escojáis, pronto dejaré de respirar, luego silencié el pensamiento como si estando presente no advirtieran mi presencia.

Quizá fuera la transparencia de mi aceptación de ser, lo que produjo en aquella pareja joven y guapa merecedor de escuchar mi silencio y comprender. (Tiempo después, me dijeron que antes de las presentaciones, los dos al unísono depositaron su mirada en mis ojos. ¡Ya era suyo!).

Me llevaron a vivir con ellos a España, durante el trayecto ellos sonreían, preguntaban con ternura y obsequiaban con alimento y medicinas entretanto yo escuchaba, asfixiaba y rascaba por todo el cuerpo abriendo más heridas en mi escuálido esqueleto con escasa carne.

Pasó el horror y quedó una experiencia como recuerdo, nada más. Mis padres adoptivos cuidaron y mimaron hasta que recuperé la salud y el ánimo con un cariño tan desconocido para mí, que al principio me pareció antinatural. Tengo un hogar, padres, dos hermanos y una hermana también adoptados. Una familia cimentada en el amor a la que no pude por menos de adorar al poco de llegar. 

Cuento veinte años y el niño que sufrió tanto llamado Abed ahora es un hombre alegre y feliz que alberga confianza de que otros seres en igual situación de abandono al que padecí, encuentren lo que yo habiendo dejado de buscar encontré. Un verdadero hogar. 

Gracias a la generosa vida que me envió  amor justo en el preciso momento antes de perecer en un infierno.


Mila Gomez. 

* Relato publicado en el libro. 
Universo de Esperanza. Lucha por la Vida.






  

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